La soberbia impide o dificulta la colaboración, el intercambio y la amistad, porque utiliza a los demás como escalones para subir y sobresalir, recurriendo a la intriga, la murmuración, el temor y la difamación. La soberbia, y sus compañeras inseparables la envidia y la ambición, han sido las causas más frecuentes de discordias, enemistades, divisiones y hasta contiendas y guerras entre familias, pueblos y naciones. La humildad, en cambio, facilita la paz, el diálogo, la colaboración, la solidaridad y la amistad entre los hombres, tanto en el hogar como en el trabajo, en la ciudad como en la sociedad, en el ámbito nacional como en el internacional. ¡Bendito el pueblo que humildemente sabe reconocer sus límites, no sólo geográficos, sino económicos, sociales, políticos y culturales, sin afanes imperialistas, aprovechando con diligencia sus propios recursos y riquezas, pero estando además dispuesto a aprender de los pueblos vecinos, en un diálogo respetuoso y solidario!
La palabra de Dios nos descubre que todos los males del hombre le han venido por el alejamiento de Dios, empezando por el primer pecado. Por soberbia, el hombre se cree autosuficiente, se niega a obedecer y vuelve la espalda a Dios, siguiendo sus propios caminos, que le alejan progresivamente de la vida, la paz y la alegría. Pero Dios no se conformó con esperar en casa al hijo pródigo, sino que, de común acuerdo con el hijo mayor, este salió a buscarlo, aun a costa de su vida y de su honra. Si la humildad es la verdad en el hombre, en Jesús no se cumplió, ya que siendo el Hijo de Dios fue considerado como el Hijo del Hombre, y además fue humillado hasta ser tratado como blasfemo, falsario y seductor. De este modo, por la humildad y la humillación de Jesús podemos ser curados de nuestra soberbia, y así emprender el camino de regreso hacia el Padre. Si por la soberbia nos alejamos de Dios, sólo por la humildad podemos encontrar el camino para volver a él. Como hombre, Jesús se siente ante Dios Padre como un niño pequeño, “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). En el Sermón de la Montaña bendice a los humildes (Mt 5,4). Viendo a los invitados discutiendo por los primeros asientos del banquete, dice a sus discípulos: “Tú ponte en el último puesto...”, “porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado” (Lc 14,7-11). Antes de despedirse, en la última cena, lavó los pies a los discípulos, trabajo reservado a los esclavos, para inculcar en ellos el espíritu de servicio y humildad (Jn 13,5). Y en el momento de su Encarnación, María proclama que Dios “ha mirado la humildad de su esclava”, “ha derribado a los poderosos de sus tronos, y ha encumbrado a los humildes” (Lc 1,46-55).
Tanto la Carta de Santiago (4,6) como la 1ª de Pedro (5,6) se hacen eco del texto del libro de Proverbios (3,34): “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes”. Pablo insiste frecuentemente en la necesidad de la humildad, en seguimiento de Cristo, que “se humilló a sí mismo” (Flp 2,8): “Revestíos de entrañas de humildad” (Col 3,12); “os exhorto a conduciros con toda humildad” (Flp 2,3); etc. Toda la tradición cristiana es constante en esta convicción. ¿Quieres levantar un edificio que llegue hasta el cielo? Piensa primero en poner el fundamento de la humildad, llegará antes al cielo un carro cargado de pecados con humildad, que un carro cargado de virtudes pero con soberbia. “El humilde verdadero y perfecto rechaza la gloria que se le ofrece, y no busca lo que no tiene”. La Humildad tiene otro sinónimo, significado y nombre, ese Nombre es: JESUCRISTO, El Hijo de Dios, nuestro Salvador.
Amén.